Por Carmen Contreras*
En el 2015 la reforma política para el Distrito Federal implicó un constituyente y en ese espacio de deliberación se estableció una Constitución y un Congreso para la capital. Este hecho fue una muestra de la pluralidad política y de la necesidad de contar con una estructura de representación propia como sede de los tres poderes de la Nación. También fue un avance para la descentralización administrativa para una ciudad de dimensiones metropolitanas como lo es nuestra Ciudad de México.
La idea de brindar autonomía legislativa y administrativa a la Ciudad de México no es nueva y tampoco lo es la disputa por dirigir su destino desde la casa del Presidente de México.
Recordemos: En 1824 se formularon las siete leyes constitucionales con las que nació el Departamento de México, cuyo gobernador era nombrado por el Presidente, en primera instancia, y después por una asamblea departamental. Para ello se retomaron los principios del Constituyente de 1824, quedando asentado que la ciudad era un Distrito Federal en el que se podía elegir a dos Senadores. El Gobernador del Distrito Federal era nombrado por el Presidente y el DF quedó dividido en ocho cuarteles mayores o prefecturas, lo que después fueron delegaciones y hoy son alcaldías.
Aquel avance fue para poder administrar los servicios y hacienda de una ciudad que estaba cambiando su configuración de poder tras la guerra de Independencia. Sin embargo, en 1853 Santa Anna desconoció el primer régimen descentralizado y regresó a un gobierno conservador que dio pie a un ayuntamiento con un presidente (nombrado por el dictador), 12 regidores y un síndico. Fue llamado «El Ayuntamiento de México”.
Esta historia tiene un hilo más largo que va desde la creación de un “Estado del Valle de México” hasta la Ley de Organización Política de Porfirio Díaz, en la cual la figura del municipio estaba bien para el país, excepto para el Distrito Federal cuyos límites territoriales y administrativos los había definido el Presidente Juárez. Después de la caída de Porfirio Díaz y la dispersión de las fuerzas armadas de la Revolución, la unidad institucional y la tregua entre caudillos implicó regresar al modelo centralizador de las haciendas, las actividades económicas y políticas en el territorio sede de los poderes.
El Constituyente de 1917 sentó las bases para la primera Ley Orgánica de 1928 que definía, entre otras cosas, el despacho de todos los asuntos relacionados con el Distrito Federal a través de un Departamento. La Asamblea de Representantes se conformó en 1987, para dar cabida a la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos, entendiendo por ciudadano o ciudadana cualquier persona con residencia mínima de 5 años en la capital. En 1993 nace la propuesta de una Asamblea Legislativa y en 1997 desaparece la Regencia y se sustituye por la figura de Jefatura de Gobierno, los delegados pasan a ser jefes o jefas delegacionales electos y los asambleístas a diputados y diputadas locales. Después del Constituyente de este siglo, las alcaldías y sus concejales operan en la realidad como lo que fueran las jefaturas delegacionales pero con un poco más de burocracia que mantener. Lo que sí se les debe reconocer es que las y los concejales son personas que viven en el territorio que representan.
Lo que algunas personas llaman despectivamente “chilangocentrismo” no es otra cosa que el vaivén en los intentos de centralidad para afianzar “proyectos de Nación” y de búsqueda de espacios democráticos para quienes vivimos en la Ciudad de México. En la evolución histórica del estatuto jurídico-administrativo de la capital del país está presente el desarrollo urbano, sus contradicciones y desigualdades sociales. Dentro de este desarrollo urbano, está incluido el fenómeno metropolitano, que va más allá de las fronteras administrativas y en donde las entidades compartimos problemas ambientales de manera cada vez más riesgosa, como lo pudimos ver en este año con las decisiones y omisiones en la tragedia del desbordamiento del Río Tula.
Los equilibrios de poder, las disputas entre partidos y sus conflictos internos para imponer dinámicas económicas y la presión de grupos sociales por abrir espacios de representación y su diversidad, impulsan los procesos de descentralización del poder público, de la forma de hacer Política, de las referencias para legislar y de las políticas públicas. Por ejemplo, la Ciudad de México está “exportando” formas de pensar la movilidad urbana, la planeación territorial, el desarrollo de vivienda social y la protección a los derechos de las mujeres. No es “chilangocentrismo” como conducta individual elegida, es la influencia que tiene la Ciudad de México en otras entidades y su mutua dependencia que se originó desde la idea de asentar los poderes de la Federación aquí. Los manejos maniqueos que se hagan de esta realidad son harina de otro costal.
Texto y fotografía: Carmen Contreras
*Directora de Perspectivas de IG y Consultora en Desarrollo Urbano con Perspectiva de Género
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Columnista invitado
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